Mi amigo Tom y yo llegamos a Florencia solo armados con un manual de conversación y mucha confianza en nosotros mismos. Dimos una vuelta a lo largo del río Arno y nos hicimos unas selfies en frente del Ponte Vecchio. Cuando los últimos rayos de sol dejaban de brillar sobre el Duomo, vimos un pequeño restaurante con vistas al río y fuimos directos para allá. Este era el momento que estábamos esperando nuestra primera comida en Italia.
Un camarero gordito y con pelo oscuro exageradamente engominado vino hacia nosotros a paso tranquilo. Nos trajo un cuenquito de aceitunas verdes, una botella de agua con gas y dos menús encuadernados en piel. Estudiamos la carta y de vez en cuando aparecía una palabra familiar como lasagne, que nos animaba a seguir leyendo.
“Prego”, dijo el camarero enérgica y alegremente.
Como seguía con un poco de jet lag, pedí un capuchino. El camarero enseguida me dijo sotto voce que después de comer se solía tomar café solo y antes de la hora de la comida café con leche. Como se dio cuenta de que necesitaba algún tipo de guía, empezó a recitar todos los platos que componen el menú de una comida italiana. Se notaba que este sermón era una cosa rutinaria para él, un servicio educativo para sus clientes extra y gratuito.
Lo primero son los antipasti, un plato mixto y muy colorido con varias texturas: pimientos en aceite, pequeñas bolitas de mozzarella, champiñones, anchoas, jamones curados, salamis y pan crujiente. Entonces, haciendo aspavientos el camarero dijo, el menú incluye un primero: un plato de pasta, gnocchi, lasagne, polenta, una casserole o un plato de sopa.
- “¡¿Y espaguetis a la boloñesa?!”, pregunté.
Mi amigo Tom musitó algo a la vez que se cubría la boca con la servilleta.
- “No, la salsa boloñesa es ragù. Lo comemos con tagliatelle. ¿Quiere eso? Vale. ¿Y usted signore?”
- “Tortellini alla lastra, per favore”, dijo Tom, dejándome perplejo y consiguiendo la aprobación inmediata del camarero. (Más tarde me enteré de que había estado dando clases de italiano el muy **********).
- “¿Y de segundo?”
El segundo plato es, por supuesto, un plato de carne, pollo o pescado servido con una guarnición de ensalada o verduras llamado contorno. Tom se decidió por el baccalà alla Livornese, un plato clásico de bacalao salteado con tomates, perejil, ajo y albahaca. Pregunté si tenían pizza alla Hawaiana. Cuando el camarero y Tom, ahora mi examigo, terminaron de reírse, me explicaron que la pizza hawaiana no es realmente una tradición italiana. Llegados a este punto dejé a un lado el manual de conversación y, simplemente, me dejé llevar.
El camarero me sugirió el filete, una bistecca alla fiorentina. Recogió los menús con un rápido ademán y se dio la vuelta a atender otra mesa de turistas sobreexcitados. Mi mal humor solo duró hasta que el primer plato llegó a la mesa.
Años después, cuando recuerdo esa cena, solo recuerdo algunos flashes. El crujido del pan y su sabor a aceite de oliva y vinagre balsámico. Masticar los chipirones salados. La manera en la que los tagliatelle se deslizaban sobre el plato hasta que quedaban presos en mi tenedor (el camarero sentenció que la cuchara era inadmisible) y cómo la carne tierna podía cortarse con un suave movimiento de cuchillo.
Sólo recuerdo con claridad la sobremesa, el momento en el que aparté el plato vacío y que se sintió como un momento postcoital. El cielo se estaba oscureciendo y algunos puntos brillantes en el cielo se veían reflejados en el agua del río mientras el camarero traía sandía, queso de cabra y, para rematar el generoso postre, un sorbete de limón.
El camarero apareció otra vez con dos vasitos pequeños que contenían un líquido transparente. “Esto es grappa. Lo llamamos el ammazzacaffè y significa el matacafés.”
Era fuerte, especiado y picante, cortando en seco el calor producido por el café, ralentizando todo. Sonreí al camarero, sintiéndome un poco tonto pero contento. Me dio una palmadita en la espalda y le guiñó un ojo a Tom. “Cuidadito con este, que come como un italiano” dijo frotándose la barriga. Asintiendo con satisfacción se metió dentro y desapareció.
Como es normal, esta fue solo la primera comida en Italia de otras muchas que siguieron. Como nuestro conocimiento de la cocina italiana fue creciendo, también creció nuestra apreciación del lenguaje: su ritmo melódico, sus subidas y bajadas como ríos que pasan por las montañas y las campiñas que ahora nosotros recorríamos. Como aprendimos a comer a la italiana, al final aprendimos un poco de italiano también.
Y en el largo camino, terminamos dándonos cuenta de algo más. No solo la primera comida que tomas en Italia es una aventura. Son todas las comidas.