Ilustrado por Eleonora Antonioni
Cuando pienso en la cocina milanesa, lo primero que me viene a la mente son los colores cálidos de la tierra como el dorado y el pardo, los sabores rotundos de la mesa de los abuelos y los aromas de su cocina.
El risotto alla milanese
Naturalmente, el primer plato que se me ocurre es mi preferido, el risott giald milanes en nuestro dialecto (en italiano, risotto giallo alla milanese, es decir, risotto amarillo a la milanesa), que se prepara con una especia tan valiosa como el oro: el zafràn (zafferano; azafrán), una de las plantas más caras del mundo, cuyas raíces se hunden en Grecia y Oriente Medio. Las anécdotas sobre la primera elaboración de este plato son muy diversas. Cuenta la leyenda que el 8 de septiembre de 1574 (¡hasta hay fecha concreta!) se celebró la boda de la hija de Valerio di Fiandra, un maestro vidriero belga empleado en la interminable obra del Duomo de Milán. Unos amigos invitados al banquete, tal vez como broma, hicieron añadir al arroz, que en la época se aderezaba simplemente con mantequilla, precisamente azafrán, que entonces se utilizaba en la paleta de colores de las vidrieras para dotarlas de ciertos efectos de luz y tonalidades particulares. Otras fuentes, en cambio, sostienen que la idea se le ocurrió al propio padre de la novia, puesto que la joven se casaba con uno de sus asistentes, el cual usaba a menudo este tono evocador de la abundancia y la riqueza.
Los tipos de arroz más adecuados para su elaboración son el carnaroli y el vialone nano y la mantequilla y el queso grana serán preferentemente los producidos en la provincia de Lodi. La mantequilla siempre debe incorporarse con una cuchara de madera y la olla debe moverse de vez en cuando con un golpe seco para que el arroz no se rompa y quede en su punto, denso y cremoso. El gran escritor e ingeniero lombardo Carlo Emilio Gadda se extendió con todo lujo de detalles en el arte de preparar un buen risotto en lo que constituye un gran ejemplo de receta literaria.
Nuestro gastrónomo Gadda indica que se puede acompañar de le midolle di osso, un corte de ternera lechal correspondiente a la tibia, que se refiere, naturalmente, al òss bus (ossi buchi, osobuco), el otro gran clásico milanés, que se sirve con una guarnición a base de ajo, cebolla, perejil y tomate, todo ello picado finísimo. Tal vez os digan que hay que retirar la médula del hueso e incorporarla entera al risotto; pero en mi casa, en tiempos pasados, lo habitual era dejarlo dentro del hueso para reforzar el sabor conjunto. Se sirve como plato único.
La cotoletta
Quien visite Milán debería probar la cotelèta a la milanesa (cotolètta o costolètta alla milanese; chuleta a la milanesa), también conocida como oregia d’elefant (orecchio d’elefante, oreja de elefante, por motivos evidentes). Su origen geográfico se mantiene en el nombre que recibe esta receta en diversos países latinoamericanos, donde también es muy popular: “milanesa”. Tradicionalmente consta de lomo de ternera, cuyo hueso puede conservarse o eliminarse, mantequilla, huevos y pan rallado: ingredientes sencillos para un manjar de extraordinario sabor y poder calórico. Gracias a la Historia de Milán de Pietro Verri, publicada en 1783, sabemos que ya en el siglo XII se disponía para los canónigos de la Basílica de San Ambrosio, en días solemnes, un banquete de distintos platos, entre ellos lombolos cum panitio, es decir, lomo con pan rallado.
La cotolètta perfètta muestra un rebozado uniforme, dorado y crujiente, mientras que en su interior la carne se presenta tierna; debe servirse siempre bien caliente, con una rodaja de limón que puede exprimirse en el momento, y a menudo se acompaña de ensalada de rúcula y tomatitos para que resulte algo más ligera.
Es evidente su parentesco con el Wiener Schnitzel, escalope al estilo vienés, una delicia austriaca. De hecho, se dice que el mariscal Radetzky hacía alusión a la cotoletta italiana en su correspondencia con el conde Attems, ayudante de campo del emperador Francisco José I durante la dominación austriaca del Reino lombardo-véneto, cuya capital fue Milán de 1815 a 1859. Además de en la carta enviada al conde, parece ser que Radetzky anotó la maestría de los milaneses en la elaboración de un plato extraordinario, “una chuleta de ternera bañada en huevo, empanada y frita en mantequilla”. A ello se añade un rumor cargado de fantasía: se dice que, de regreso a Viena, se le pidió al mariscal que dictara al cocinero jefe la apreciada receta. Sin embargo, no hay ninguna prueba, aparte del testimonio de Verri, que demuestre el origen italiano de la famosa especialidad austriaca.
En cualquier caso, entre ambos platos hay diferencias muy pequeñas, pero relevantes: en Milán se emplea solamente lomo de ternera, mientras que la receta austriaca también contempla, como alternativa, el uso de otras carnes (pechuga de pollo o de pavo o incluso cerdo), que, al contrario que la cotolètta milanesa, se golpean con un mazo (de modo que quedan más grandes y delgadas), se enharinan, se pasan por huevo y finalmente se empanan y se fríen en manteca de cerdo; en Milán, en cambio, la carne se moja en huevo justo antes de empanarla (y de condimentarla al gusto con queso grana y nuez moscada), para finalmente freírla en mantequilla derretida.
Los mondeghili
Si te apetece otro plato a base de carne, tengo una propuesta sencilla y rápida: los mondeghili, una “especie de albóndigas hechas con carne picada, pan, huevo e ingredientes similares”, como se lee en el diccionario milanés-italiano a cargo de Cherubini. Su nombre deriva probablemente del árabe al-bunduc, que hace referencia a unas bolitas fritas de carne picada, un típico plato de aprovechamiento de sobras. Los castellanos, muy habituados a estas técnicas de reciclaje alimentario, habrían llevado a Milán tanto el nombre (de albóndiga a mondeghili apenas hay un paso fonético) como la receta durante la dominación de los Habsburgo desde el siglo XVI.
Como en todas las albóndigas italianas que se precien, la masa de carne de buey y miga de pan bañada en leche se adereza con salami, mortadela o embutido de otro tipo y se unta en huevo con claras a punto de nieve, queso grana padano y condimentos (sal, perejil, cebolla, ajo, nuez moscada). Luego se fríen en mantequilla y se sirven con salsa de tomate y patatas o flores de calabaza también fritos, por supuesto.
La cassoeula
Otro plato fuerte de la tradición milanesa es, sin rastro de duda, la cassoeula. En realidad se prepara en toda Lombardía, con múltiples variantes locales. Se trata de un plato “reconfortante”, muy invernal. Su nombre deriva de la cazuela en la que se prepara, la casseruola. Tampoco en este caso hay certezas sobre el origen del plato, pero parece estar relacionado con el culto a San Antonio Abad, al que se considera el santo protector de los animales y se suele representar con una larga barba blanca y un cerdito con una campanilla colgada del cuello. Mi abuela decía que también era el santo que hacía encontrar las cosas perdidas; recuerdo cómo lo invocaba cada vez que no encontraba las gafas: “sant’Antoni da la barba bianca fam trua quel che me manca” (“San Antonio de barba blanca, haz que encuentre lo que me falta”).
La festividad de San Antonio se celebra tradicionalmente encendiendo una hoguera cada 17 de enero, precisamente la época en que terminaba la matanza del cerdo y lo primero que había que consumir eran las partes menos nobles del animal, como la cabeza, las costillas, los pies y el tocino (pues, como reza el dicho, “del cerdo se aprovecha todo” y las partes mejores se preparaban para conservarlas). Por eso se cocinaban entonces junto a la col, desde siempre la base de la cocina campesina lombarda. También este plato típico tiene su leyenda: se dice que un soldado español (¡otra vez!) se enamoró de una joven cocinera que trabajaba para una familia noble y le pasó la receta para que impresionara favorablemente a sus señores.
Llegados a este punto no puedo resistirme a mencionar un menú alternativo: minestrone alla milanese, con verduras de temporada y arroz, y busècca, también conocida como trippa alla milanese, que se sirve en un cuenco de barro, como una menestra, acompañada de tostones de pan.
La michètta
El pan que acompaña a los consistentes manjares de la mesa milanesa es la michètta, el pan de los trabajadores de la zona desde el siglo XVIII. Parece que deriva de una especialidad de panadería en forma de rosa, el Kaisersemmel, que llegó a Milán de la mano de funcionarios del Imperio austrohúngaro. Sin embargo, a causa de su clima más húmedo, en Milán este pan no conservaba su aroma hasta la noche, como sí sucedía en Viena. Por ese motivo, los maestros panaderos milaneses se las ingeniaron para insuflar aire en el interior de la masa, lo que reducía la cantidad de miga y daba un resultado aún más digerible y ligero. Hay quien confunde la michètta con la rosètta por su aspecto; pero, si bien ambos tipos de pan parecen similares, a segunda vista se encuentran muchas diferencias: la michètta es dorada y crujiente, se desmenuza con facilidad (su nombre tiene el mismo origen que la palabra “miga” y deriva precisamente de esa propiedad de desmenuzarse fácilmente) y esencialmente está vacía por dentro, por lo que es perfecta para servirla rellena (en general, de embutidos frescos); la segunda, en cambio, es más blanda y tiene más miga.
El panettone
Por fin llegamos a los dulces: indudablemente el panetun (panettone), típico de las tradiciones navideñas, es de lo más característico y célebre de Milán. Su origen es incierto y se cuentan diversas leyendas que se disputan la exclusiva de “verdadera historia”. La que me contaban de niña es la historia del “pan de Toni”, de la que el panettone habría tomado el nombre.
En la corte de Ludovico Sforza, “el Moro”, era costumbre preparar para las fiestas navideñas un suntuoso banquete al cual estaban invitados todos los nobles del Ducado de Milán. Parece ser que el cocinero que estaba de servicio en cierta ocasión se olvidó de sacar del horno la masa para el postre; fue el aprendiz Toni quien le puso remedio haciendo acopio de todos los ingredientes que quedaban en la despensa (harina, mantequilla, huevos, piel de cítricos y uvas pasas) y proponiendo al maestro cocinero servir su postre “arreglado”. “El Moro” y sus huéspedes quedaron tan deleitados que preguntaron cómo se llamaba tal delicia: “es el pan de Toni”, fue la respuesta.
También se dice que ya los romanos preparaban un pan dulce con levadura, rico en huevo, mantequilla y miel; Piero Verri asegura que en Milán ya en el siglo XIII se ponía en la mesa una hogaza con gran contenido en calabaza y uvas pasas y endulzada con miel.
Asimismo parece ser que en el siglo XV a los panaderos de Milán que horneaban para los pobres el pan de mej (un pan de mijo que hoy se conoce como pan meino, un dulce delicioso y de miga esponjosa, hecho con harina de maíz y aromatizado con flores de saúco) se les prohibió preparar el pan blanco de los nobles; a excepción del día de Navidad, cuando en todas las mesas se servía el mismo pan de’sciori, también conocido como pan de ton, hecho con mantequilla, azúcar y pasas moscatel.
Debo confesar una cosa: no comprenderé nunca a los que se dedican a extraer meticulosamente todos los trocitos de frutas confitadas y las uvas pasas del panettone… ¡Les resultaría más fácil optar por variedades similares como el pandoro o la veneziana!
La polenta
Ahora ensanchemos la mirada hacia todo el territorio regional: los lombardos (y en general todos los italianos del norte) son conocidos como polentoni entre los habitantes de las regiones del sur del país. Tal epíteto despreciativo revela una verdad inequívoca: en el norte históricamente apreciamos y consumimos la polenta en grandes cantidades. Se trata simplemente de un compuesto de harina de maíz, a la que debe su típico color amarillo, aunque antiguamente se obtenía de harinas de cereales integrales más oscuros, como el farro, el centeno o el trigo sarraceno. En el siglo XV, tras la empresa de Cristóbal Colón, el maíz se importaba a Europa desde las Américas hasta que, según se cuenta, un noble, un tal Pietro Gajoncelli, llevó a Italia en 1658 un puñado de granos de maíz. Parece ser que la primera cosecha documentada de esta planta en las regiones del norte de Italia se dio en Lovere, un pueblo de la provincia de Bérgamo.
Desde 1920, precisamente en Bérgamo se encuentra la sede de uno de los más importantes centros de estudio sobre el cultivo del maíz, que se ocupa de la investigación genética y la biodiversidad y que ha hecho posible la introducción y la hibridación de maíz de distintas variedades: solo en Italia hay catalogadas unas 750. ¿Cuál es la más preciada? Según la organización Slowfood, un tipo de maíz rojo conocido como Rostrato Rosso di Rovetta. Por estos y otros motivos, esta ciudad puede presumir de una indiscutible sabiduría sobre el tema.
La polenta constituye un alimento básico de la cocina humilde y tradicional de toda la Italia septentrional, desde el Valle de Aosta hasta el Trentino, pasando por el Piamonte, el Véneto y el Friul-Venecia Julia. Es innegable que es un alimento muy versátil, sustancioso y nutritivo y puede prepararse de muchísimas formas distintas. Se puede cocer, como se hacía antiguamente, en una caldera de cobre, removiéndola sin cesar con un palo de madera para, finalmente, ponerla sobre una tabla también de madera y cortarla en rebanadas con un hilo de algodón blanco. También se puede servir con una textura menos sólida para comer con cuchara, acompañada de una salsa de carne y setas. Los más pequeños la comen por la noche, todavía caliente, con leche (fría), pero también es deliciosa al día siguiente simplemente pasada por la sartén y servida como entrante. Es perfecta para entrar en calor en invierno, tal vez tras un descenso por las espectaculares pistas de esquí en nuestras hermosas montañas de los Alpes y los Dolomitas. En estas zonas la polenta se suele tomar caliente y mezclada en un cuenco con mantequilla fundida y quesos locales, tipo gorgonzola, grana o toma stagionata. ¿Tal vez ahora te interesa tener la receta básica?
Los primeros platos
Desde Bérgamo llegamos a Brescia, la Leona de Italia: los malfacc di Carpenédol (malfatti di Carpenédolo, algo así como “malhechos de Carpenédolo”) son un primer plato típico de la zona. Su nombre hace referencia a su forma irregular y se parecen mucho a un tipo de ñoquis verdes conocidos como strangolapreti (o strozzapreti, que se podría traducir como “asfixiacuras”) que se pueden saborear en el Trentino. Su color verde intenso procede del ingrediente principal, que se elige entre las espinacas frescas, el perejil o la achicoria. Deben servirse condimentados con mantequilla, salvia y queso grana padano. La especialidad de la zona alpina de la Valtelina son los pizzoccheri; se trata de un tipo de pasta similar a los tallarines, pero más corta, y elaborada con harina de trigo sarraceno, cultivado en este lado de los Alpes desde el siglo XVII, que le confiere una textura muy áspera y un color gris oscuro. Es un plato decididamente energético, ya que la pasta viene acompañada de un sofrito de cebolla salteada en mantequilla, patatas en trozos, col y un queso local semigraso (Valtellina casera) que los no ortodoxos pueden sustituir por otro producto lácteo semigraso (preferentemente fontina o caciotta) que se funda y se amalgame en el plato, al que se añade una pizca de pimienta o nuez moscada. Si estás a dieta, que no se te ocurra ni oler el plato.
También Mantua, cuna del poeta Virgilio, guía de Dante a través del Infierno en La Divina Comedia, propone como comida tradicional un primer plato de origen medieval, los célebres tortelli de calabaza. Aunque la receta es riquísima, nació de la necesidad de comer de vigilia los viernes y de reciclar las sobras de la semana. La característica que los hace únicos es el equilibrio entre dulce y salado, resultado de una combinación arriesgada: calabaza de Mantua y queso parmigiano reggiano con amaretti (típicamente amaretti di Saronno), una galleta seca elaborada con hueso de albaricoque, azúcar y clara de huevo, y mostarda, una especialidad de Cremona (cuyo origen se remonta al siglo XVII) de sabor especiado y picante, que se combina con platos salados, hervidos y quesos. Consta de fruta entera o cortada en trozos en almíbar y esencia de mostaza, así que no es casualidad que su nombre derive precisamente de la moûtarde francesa, la mostaza, ingrediente básico de este insólito condimento.
El torrone
Otra especialidad dulce de Cremona es el tradicional torrone, pariente directo del turrón de las tierras hispanohablantes, y cuyo nombre derivaría, entre otras teorías etimológicas, del latín torrere (“tostar”). Se prepara con un compuesto de clara de huevo, miel, azúcar y gran cantidad de almendras, nueces, avellanas y cacahuetes tostados, a menudo recubierto con dos finas obleas. Además de sus antiquísimos orígenes en Oriente Medio, sus huellas se encuentran en la tradición de Cremona, modelado en forma del Torrazzo (la torre del campanario, símbolo de la ciudad) desde 1441. En ese año fue servido en el banquete de bodas entre Francesco Sforza y Bianca Maria Visconti, que se celebraron precisamente en Cremona.
Las sopas
También la sencillísima zuppa pavese tiene su historia: según la leyenda, una campesina había acogido en su granja a Francisco I de Francia, que acababa de sufrir una derrota en la batalla, y trató de reconfortarlo con lo poco que tenía a mano: huevos y pan duro con caldo de gallina, a lo que se puede añadir una corteza tostada de grana padano. Idénticos ingredientes, pero con una preparación distinta, dan como resultado el pancotto, otra sopa de aprovechamiento. Para los bruscitti de Varese, un plato de carne de buey picada que queda perfecta con polenta, existe incluso una maestría; no hace falta decir nada más. A orillas del lago de Como es habitual cocinar missultin o misultitt (missoltini), un pescado abundante en el lago que se deja secar y cuyas vísceras se reservan para preparar el culadur, una mezcla para untar sobre las bruschette, rodajas de pan tostado con ajo y aceite, o como condimento para dar sabor a la polenta.
Los vinos
Oltrepò pavese, Franciacorta, Valtellina, Riviera del Garda y Colli mantovani son las zonas vinícolas de más renombre por el cultivo de la uva que resulta en los caldos que mejor acompañan a nuestros contundentes platos. Como habréis intuido, si bien es variada e indisolublemente ligada al territorio, la cocina lombarda no es precisamente ligera. Pero es innegable que no le falta sabor.