Ilustrado por Olivia Holden
“Creo que es oficial, ¡nos mudamos a Pekín!” Con esa sencilla frase, nuestras vidas dieron un giro de 360 grados. En tan solo unas pocas semanas, mi esposo y yo pasamos de estar felizmente establecidos en París, nuestro hogar durante muchos años, a discutir vagamente sobre una oferta de trabajo en China y, finalmente, a comprometernos totalmente con la mudanza. Aunque ambos somos viajeros entusiastas, ninguno de nosotros se habría imaginado viviendo en la tierra de la Gran Muralla, los osos panda y el dim sum… ¡ni mucho menos aprendiendo un tercer idioma!
Mudarse a una cultura y a un entorno completamente extraños nunca es fácil, pero saber un poco del idioma local puede ser de gran ayuda para facilitar la transición. A los pocos días de que nuestra decisión fuera oficial, contratamos una tutora y nos pusimos a estudiar chino mandarín.
Estaba segura de que aprender mandarín iba a ser un desafío, pero nunca me habría imaginado que hablar un segundo idioma (francés) facilitaría la situación. Después de todo, ¿por qué lo haría? El francés y el mandarín son dos idiomas muy opuestos que se desarrollaron a partir de familias lingüísticas completamente diferentes en lados opuestos del mundo. Prácticamente, su pronunciación, vocabulario, gramática o sistema de escritura no se parecen en nada. Y sin embargo, hablar francés me ha ayudado a aprender mandarín más fácilmente. Te explico el porqué.
1. Estoy acostumbrada a sentirme un poco tonta
Comencé a aprender francés casi a los 24 años cuando ya me había mudado a París. Y tengo que admitir que, en muchas ocasiones, fue una pesadilla. Después de años de expresarme con perfecta facilidad (y si se me permite decirlo, de una manera muy hábil), de repente me quedé estancada y con las habilidades comunicativas de un niño de dos años. La parte más difícil de aprender francés no fueron las vocales extrasubjuntivas o elusivas, sino aprender a superar mi frustración y dejar de lado mi ego. En otras palabras: aprender a sentirme cómoda con el fracaso.
Como cualquier estudiante de idiomas, no empecé a notar los avances hasta que me di cuenta de la necesidad de ser humilde. Cometí muchos errores (de verdad, muchos) mientras aprendía francés y, aunque considero que lo hablo con fluidez, mi francés sigue sin ser perfecto. Siento que la zona de mi cerebro que se concentra en la adquisición del lenguaje siempre está encendida y funcionando en segundo plano, así como la parte que se encarga de que no me lo tome todo tan en serio.
2. Puedo aceptar que las cosas “simplemente son”
Todos los idiomas cuentan con peculiaridades que confunden a los estudiantes desde el principio y que no siempre tienen una explicación. Me tomó mucho tiempo aceptar que no solo tenía que aprender la palabra para algo, sino también el género de su artículo, algo que parecía completamente arbitrario e ilógico. ¿Por qué la palabra para “mesa” es femenina, pero la palabra para “sofá” es masculina? ¿Por qué un tour no es lo mismo que une tour? Sin embargo, cuando llegó el momento de elegir un tercer idioma, ya estaba acostumbrada a este aspecto de las lenguas.
Cuando mi profesora de mandarín me explicó por primera vez las palabras de medida que se usan junto con los números para indicar el número de un sustantivo en particular (como gè, hù y kè), pregunté por qué había tantas opciones diferentes y cómo podría determinarlas. Su respuesta fue sencilla y muy disiente: “Porque sí.” Sin tomármelo de manera personal y recordando mis previas experiencias de aprendizaje, me encogí de hombros y dije: “¡ah, vale!”. Como ya había superado este obstáculo mental de “acéptalo-y-no-preguntes-tanto” mientras aprendía francés, se me hizo mucho más fácil aceptar las peculiaridades del mandarín.
3. Sé cómo aprender un idioma
Como muchas personas, soy muy mala haciendo los deberes. Odio los ejercicios de gramática. Copiar listas de vocabulario con un aburrido boli negro me da ganas de llorar. 😩 Siento que aprendo mejor viendo videos, hablando, escuchando podcasts y haciendo esquemas en papel con rotuladores de colores brillantes. Para algunos, este proceso puede ser lento y poco estructurado, pero a mí me funciona de maravilla.
Recuerdo que cuando comencé a aprender francés, pasé meses sintiéndome un poco tonta y frustrada mientras luchaba con los aburridos libros de ejercicios y las eternas y anticuadas listas de vocabulario. Tanto que llegué a pensar que este rígido estilo tradicional no me dejaría aprender nada. Afortunadamente, logré superar esa etapa de frustración y, como resultado, aumentaron mi confianza en mí misma y en mi nivel de francés.
Ahora que me conozco mejor, puedo aprovecharme de esta introspección sobre mi manera de aprendizaje. A los pocos días de comenzar con el mandarín, saqué los rotuladores de colores, comencé con los dibujos ridículos y las rimas extrañas. ¿El resultado? Menos estrés, más aprendizaje.
4. Sé que puedo hacerlo
No me considero especialmente apta para los idiomas, sin embargo, aprendí francés desde cero a los veinte años, después de haber sido monolingüe toda mi vida. Ahora el francés es una parte muy importante de mi día a día. Pienso, hablo, sueño y argumento, todo en francés. Me llevó mucho tiempo llegar a este punto, pero sentirme a gusto en este idioma me llena de alegría y es una habilidad que uso, practico y disfruto todos los días. Hace diez años nunca me lo hubiera imaginado, así que ahora sé que no importa cuán impenetrable pueda parecer el mandarín, adquirirlo no es tanto una cuestión de tiempo, sino de condición.