Ilustrado por Vivien Mildenberger
La Galia romana
Para entender el nacimiento del francés, hay que remontarse dos milenios en la historia. Cuando finalizó la guerra de las Galias (entre el 58 a. C. y el 51 a. C.), los territorios ubicados al sur del Rin pasaron a ser provincias romanas. El desarrollo de los núcleos de población y el crecimiento del comercio mejoraron la comunicación entre los galos y los romanos: durante cinco siglos, el latín oral, también denominado vulgar (vulgus: el pueblo), convivió con el galo, un idioma de origen celta. No obstante, como el galo no se utilizaba en la escritura, su permanencia era complicada, principalmente en la zona sur del país, más romanizada. Actualmente, de las 100 000 entradas que incluye el diccionario Le Grand Robert, un centenar de palabras todavía reflejan su origen galo. Principalmente, hacen referencia al ámbito de la tierra, por ejemplo: char (carreta), bruyère (brezo), chêne (roble), if (tejo), chemin (camino), caillou (piedra), ruche (colmena), mouton (cordero), tonneau (barril).
El antepasado de los francos
Ya en el siglo IV había numerosos francos asentados en el noreste del país e integrados en los ejércitos romanos. A pesar de que en el siglo V los pueblos bárbaros invadieron el Imperio Romano de Occidente, los francos permanecieron en los alrededores del Rin. Tras varias victorias, Clovis unificó a todos los pueblos francos y se granjeó el apoyo de las grandes familias galorromanas. Para ello, adoptó tanto la lengua, el galorromano, como su religión, el catolicismo. Como consecuencia del origen germánico de los francos, se modificaron la pronunciación y la musicalidad del idioma. Se introdujeron nuevos sonidos (como el sonido /œ/ de fleur [flor, en español] y el sonido /ø/ de nœuds [nudo, en español]), además de otras palabras nuevas. Sin embargo, la principal aportación de este pueblo germánico fue dar nombre a la futura Francia.
El nacimiento político
A finales del siglo VIII, el nivel educativo entró en declive, y el pueblo ya no entendía el latín que hablaban los clérigos. Tras el Concilio de Tours de 813, Carlomagno impuso las homilías en la “lengua rústica romana”. En otras palabras, en los dialectos locales. Esta decisión marca el primer reconocimiento a la lengua oral. Sin embargo, el auténtico nacimiento del francés tuvo lugar tres décadas más tarde: con la división del imperio, surgen tensiones entre Lotario y sus dos hermanos, Carlos el Calvo y Luis el Germánico, que culminan con la alianza y el enfrentamiento de estos últimos con el primogénito. En 842, Carlos y Luis prestan juramento, y cada uno emplea la lengua que entendían las tropas de su hermano: Carlos se expresa en tudesco (protoalemán) y Luis lo hace en romano (protofrancés). Los Juramentos de Estrasburgo, transcritos por un testigo presencial, marcan el nacimiento tanto del alemán como del francés. Al pasar del ámbito oral al ámbito escrito, la lengua, que seguía siendo muy similar al latín vulgar, acaba afianzándose.
La herencia franca
En el siglo X, el galorromano adoptó cientos de formas. Bajo la influencia del fráncico se empezó a desarrollar un grupo de lenguas en el norte, las denominadas lenguas de oíl. En el sur, más romanizado, se desarrollaron las lenguas de oc (oíl y oc significan oui [sí, en español]). Las lenguas de oíl incluyen, entre otros, los dialectos picardo, valón, borgoñés e incluso franciano; mientras que las lenguas oc agrupan a los hablantes del lemosín, el auvernés, el provenzal, el languedociano… De la lengua franciana nos han llegado miles de palabras, como los sustantivos que empiezan por H aspirada: hache, haine, hêtre, héron (en español: hacha, odio, haya, garza), u otros vocablos como guerre, gâcher, garder o gage (guerra, estropear, guardar, garantía). Además, algunos sufijos (-ard en couard o bavard, -aud en penaud o rustaud, -ois/ais en François o français) indican el origen fráncico de la palabra, al igual que prefijos como mé- (mésentente, mégarde, mépris) e incluso algunas reglas sintácticas, como la inversión sujeto-verbo en las oraciones interrogativas.
El francés antiguo (siglos X-XIII)
El latín continuó siendo el idioma imperante en la religión, la educación y la legislación aunque, poco a poco, comenzaron a aparecer escritos en lengua vernácula. Desde finales del siglo XI, los trovadores del sur y del norte entonaban sus poemas en los diversos dialectos del país. El Cantar de Roland, escrito en lengua de oíl, es uno de los ejemplos más emblemáticos de la literatura de la época.
No obstante, había enormes disparidades entre los textos debido a la multitud de hablas y a la falta de reglas estrictas; los dialectos, bajo la pluma de los divertidos copistas, eran aleatorios. De hecho, algunos abogaban por la «relatinización» del léxico. En el siglo XII, el francés seguía dividido entre el oíl y el oc. Sin embargo, la progresiva extensión del poder real desde la región Île-de-France permitió al rey imponer su voluntad. La lengua (de oíl) pasó a ser un instrumento de poder y un factor de reunificación del reino.
El idioma tributario de la historia
En los siglos XIV y XV, Francia vivió sus años más oscuros: la peste negra y la guerra de los Cien Años diezmaron a la población y la autoridad de la monarquía se situó al borde del abismo. Los textos de François Villon, redactados en francés medio, reflejan a la perfección este periodo turbulento. Para el lector moderno, el idioma empleado es más fácil de comprender. Gracias a la pérdida de las dos declinaciones, se fijó la posición de las palabras en las oraciones. Y se asentaron las bases del idioma. Hoy en día, algunas de sus grafías nos resultan graciosas (doncques, pluye u oyseaulx). En aquella época, la letra “y” estaba muy de moda; mientras que la “k” y la “w”, que se consideraban poco latinas, se eliminaron.
Durante el siglo XV asistimos al nacimiento del Renacimiento italiano y se inventa la imprenta; es decir, se redescubren los textos antiguos y el invento de Gutenberg posibilita una rápida divulgación del conocimiento. Para poder editar una gran cantidad de obras escritas, era preciso fijar la lengua. De esta forma, las lenguas vernáculas obtuvieron por fin su reconocimiento. En ese momento se planteaba un doble reto: religioso (en 1522 se publicó la Biblia en alemán) y político. La Ordenanza de Villers-Cotterêts, decretada en 1539, estableció la primacía del francés en los ámbitos del derecho y la administración, en detrimento del latín. A través de este acto político, Francisco I pretendía “construir Francia”.
Una revolución lingüística
A fin de dotar al francés de legitimidad y a sus textos escritos de distinción, se plantearon diversas hipótesis, en ocasiones demasiado rebuscadas: el francés había surgido de las lenguas sagradas, es decir, del latín clásico, del griego e incluso ¡del hebreo! Los primeros gramáticos sentaron las bases del debate secular: ¿debería darse prioridad a su uso o racionalizar el idioma? Como paradigma de esta emulación lingüística, Joachim Du Bellay publica Défense et illustration de la langue française (Defensa e ilustración de la lengua francesa) en 1549. Los autores de la Pléyade, de los que forma parte, desempeñaron el papel de teóricos y lexicógrafos. De nuevo, se latinizó el idioma, aunque en ocasiones de forma equivocada. Así, el vocablo doit pasa a ser doigt (del latín digitus) y pie pasa a ser pied (del latín pedis). Se eliminaron las palabras que se consideraban “bárbaras”, es decir, no latinas. Para poder dar respuesta a las nuevas realidades, los escritores recurrieron a más de 2000 préstamos de otros idiomas, así como a neologismos, que dieron lugar a dobletes o cognados léxicos. Por ejemplo, écouter y ausculter (escuchar y auscultar, en español), que comparten la misma raíz (auscultare).
El centralismo lingüístico
Gracias al doble impulso procedente del ámbito político y del literario, el francés se convirtió en un idioma “de rango superior”. Sin embargo, en el siglo XVI, el porcentaje de hablantes de la lengua del rey no superaba el 10 o el 20 %. Esta situación evolucionó con increíble lentitud a pesar de que el uso del francés se extendió a todas las cortes europeas, e incluso llegó al otro lado del Atlántico.
El francés es un idioma repleto de paradojas que lucha por eliminar su propia “barbarie”; algo que, inevitablemente, forma parte de su identidad. Entre las sombras, las hipótesis dudosas e incluso cierta sospecha de mala fe, el estudio diacrónico del idioma nos enseña a su vez la historia de Francia, a caballo entre su ambición por conseguir la unidad, a menudo ficticia, y la realidad de su diversidad.