Ilustrado por Alberto Reyes
Viajé a Panamá dos veces, ambas veces llegué por mar: una en velero, la otra en un crucero. De ambas visitas me quedo con sus playas y la simpatía de los panameños. Estas son las diez palabras —y momentos— que se me vienen a la mente cuando recuerdo esos viajes.
1. El cruce
A medida que me acercaba al norte de Colombia, los viajeros que conocía en el camino me hacían la misma pregunta: “¿Y cómo vas a cruzar a Panamá?”. Si bien ambos países están unidos por tierra —ahí es donde Sudamérica y Centroamérica se dan la mano—, esa región del continente, conocida como el estrecho de Darién, es pura selva y no tiene caminos transitables. Yo ya había tomado la decisión —y ahorrado— hacía tiempo: cruzaría en velero. Serían 48 horas de navegación por el Caribe, de Cartagena a San Blas.
2. Tormenta
Conocí al capitán gracias a la recomendación de mi hostal y, después de haber escuchado historias de estafas y capitanes borrachos, me animé a subirme a su velero junto con otros diez mochileros de distintas partes del mundo. Por sugerencia de un viajero hondureño compré pastillas para el mareo en el último momento. Unas horas después de zarpar de Cartagena, empezó la tormenta: el velero subía y bajaba por las olas, como si fuesen lomos de burro, y se mecía hacia los costados como un péndulo invertido. Los rayos caían a pocos metros y nosotros nos mirábamos las caras sin animarnos ni a hablar. Nos quedamos dormidos todos juntos, sentados, en el compartimento central del barco.
3. Archipiélago
A la mañana siguiente, la tormenta había pasado y los delfines nadaban en la proa. Por fin estábamos en aguas panameñas. Cuando el velero se acercó a las primeras islas del archipiélago de San Blas, sentí que ninguna otra llegada en barco se volvería a parecer a esa: desparramados encima de un mar turquesa transparente había parches de arena, algunos habitados, otros con solo una palmera. Eran 365 islas: una para cada día. Y así, sin habérmelo imaginado, encontré uno de mis lugares en el mundo.
4. Gunas
Apenas tiramos el ancla, una mujer guna se acercó remando en una canoa de madera tallada y nos ofreció telas y collares. Las islas de San Blas forman parte de la Comarca Guna Yala y están habitadas por la etnia indígena guna. Hasta el 2011, a los gunas se los conocía como “kunas”, pero el gobierno panameño reconoció que en la lengua materna de la comunidad no existe el fonema para la letra K y aceptó que el nombre oficial cambiara a Guna Yala. Los guna manejan todos los servicios turísticos de su archipiélago, no permiten inversiones extranjeras e intentan cuidar su ecosistema a través de viviendas ecológicas.
5. Molas
Uno de los souvenirs con mayor valor afectivo que me llevé de todos mis viajes es una mola. Las molas —que en idioma guna significa ropa o blusa— son los textiles tradicionales de la comunidad. Se hacen a mano y tienen de 2 a 7 capas de telas superpuestas que forman patrones geométricos o dibujos realistas de animales y pájaros. Las mujeres guna comienzan a confeccionarlas en la pubertad y las usan como parte de su vestimenta tradicional toda la vida. Hacer una mola les puede llevar de una semana a seis meses, y hay varias que están expuestas en museos. La mía la hizo uno de los pocos hombres que se dedican a confeccionar molas.
6. Nómada digital
Si bien me hubiese quedado a vivir en Guna Yala, mi objetivo era seguir recorriendo Centroamérica, así que después de tres días en el lugar que asociaré para siempre con el paraíso, seguí camino a Ciudad de Panamá. Fue ahí, en la capital del país, en el área común de un hostal, donde conocí por primera vez a un nómada digital: un canadiense que viajaba por el mundo mientras escribía para revistas. Esto fue en el 2008, cuando el término usado para designar a alguien que trabaja por internet aún no se conocía. Yo tenía 22 años y ese encuentro fue fundamental para que me animara a desarrollar una carrera en base a los viajes y la escritura.
7.Contrastes
Panamá City me pareció dos ciudades en una. En el casco histórico caminé entre casas coloniales de colores pasteles, faroles, balcones, fuentes, iglesias, arte callejero. Y en algún rincón de ese barrio encontré una bahía con vista a la otra cara de la ciudad: el skyline de rascacielos azules-plateados que atraviesa el horizonte. La primera vez que fui a Panamá City le decían “la Miami de Centroamérica”. Ahora, le dicen “la Dubái de Centroamérica”.
8. Esclusas
Vi a un barco de carga cruzar por el Canal de Panamá. Estando tan cerca, no podía no ir a conocer una de las obras de ingeniería más fascinantes —para mí— del continente. Tomé un bus hasta la esclusa de Miraflores, una de las tres esclusas del canal, y tuve la suerte de ver el sistema en funcionamiento. Como los dos océanos unidos por el Canal de Panamá tienen distintas alturas —el Pacífico es un poco más alto que el Atlántico—, las esclusas se utilizan para nivelar las aguas y permitir que el barco pueda pasar de un lado a otro. El carguero fue pasando de un compartimento a otro, mientras el agua contenida bajaba para nivelarse con el océano de salida.
9. Murciélagos
Por algún motivo que desconozco, terminé mi viaje a Panamá haciendo una peregrinación descalza por una cueva a oscuras. Estaba en Bocas del Toro, mi última parada antes de cruzar a Costa Rica, y decidí ir a recorrer el interior de la isla. Mientras paseaba me crucé con una fila de personas que caminaban hacia la entrada de una gruta donde había una imagen de la Virgen. Ya que estoy aquí, por qué no —frase que define gran parte de mis viajes—, así que me saqué las sandalias y me sumé a la peregrinación sin saber. Mientras caminábamos a oscuras por el interior de la cueva, alguien sacó una foto con flash y vi que el techo estaba cubierto de bolas negras: eran murciélagos. Cientos. Así superé mi miedo a que se me enreden en el pelo.
10. Fren
Volví a Panamá ocho años después de aquel primer viaje, esta vez como parte de un recorrido en crucero, y aunque pasé pocas horas en el país, volví a sentir la simpatía panameña. En el Casco Viejo de Panamá, chicos que salían del colegio me pidieron que les sacara fotos. En la ruta, un camionero posó para la foto junto al sticker de los Pitufos que tenía pegado en su puerta. En la zona libre de Colón, un taxista nos ayudó a encontrar la mejor casa de música para comprar una guitarra. En todas partes, al igual que en mi primer viaje, nos sentimos como “frens” (amigos).