Ilustraciones de Pintachan
Crecer sin hacer ningún intercambio en la escuela o sin haber ido a otro país a estudiar durante la universidad, hizo que no me diera cuenta de lo que me perdía hasta que me mudé a Europa. Aquí casi todas las personas que he conocido han vivido una parte de sus estudios en un país extranjero –muchas veces en el mío, Estados Unidos–.
Así que incluso si tus años de adolescencia quedan un poco atrás en la memoria, nunca es tarde para considerar alargar una estancia en el extranjero y aprovecharse de los beneficios de aprender un idioma nuevo. Las seis historias que verás a continuación revelan seis puntos de vista diferentes que resultaron en seis experiencias muy distintas. Muchas tienen lugar en el famoso programa de estudios europeo Erasmus, mientras que otras historias sucedieron gracias a que algunos de nuestros protagonistas metieron sus cosas, su valor y su motivación en una mochila y se largaron. Al final de cada historia nuestros cronistas nos revelan un pequeño consejo que han sabido guardar y memorizar desde su estancia en el extranjero.
Giulia: una italiana en París
Cuando tenía 23 años decidí que quería aprender francés verdadero. “Ya basta de aprender reglas gramaticales absurdas”, me dije a mi misma; “¡Quiero hablar verlan!”.
Decidí mudarme a París yo sola para evitar la típica experiencia estudiantil donde lo único que haces es hablar tu lengua materna en un país extranjero. Yo en esa época seguía estudiando, no tenía mucho dinero y reservé una habitación en el hotel más barato del mundo en Pigalle, cerca de la Place de Clichy. Aunque había estudiado francés en el colegio, en seguida me di cuenta de que estaba muy poco preparada y que casi no podía decir el clásico bonjour y comment ça va? –incluso las cosas más básicas me quedaban grandes–.
La situación cambió en el momento en que me di cuenta de que no estaba sola en la habitación del hotel. Una rata negra se paseaba tranquilamente entre los muebles y mis cosas. Tenía que deshacerme de ella. La película Ratatouille no había salido todavía y aún no era consciente de la gran amistad que nos podría haber unido. Me armé de valor y llamé al adormilado conserje a las tres de la mañana. Con el teléfono de la habitación en una mano y el diccionario de francés en la otra grité Monsieur, Monsieur, aidez-moi! Il y a une souris dans ma chambre! (Señor, señor, ¡ayúdeme! ¡Hay una rata en mi habitación!). Cuando el conserje llegó con una escoba en la mano, grité de nuevo: NON! NON! NE LE TUEZ PAS!!!! (¡No! ¡No! ¡No la mate!). Él se quedó perplejo por mi repentino cambio de opinión, pero este momento de confusión le dio el tiempo suficiente a la rata para escapar a través de un agujero de la pared. Todos, incluída la rata, quedamos satisfechos con el resultado de la hazaña.
Lección aprendida: en momentos de necesidad, todos somos ingeniosos.
Cristina: una española en Viterbo
En un pueblo, italiano, al pie de las montañas… hice mi Erasmus. Estudié allí 10 meses de mi vida (lo alargué todo lo que pude) y en seguida me di cuenta de que no podía aprender el idioma yo sola: necesitaba amigos, experiencias, música, comida y cosas que me motivaran a aprender el idioma. El simple hecho de estar allí no era suficiente. Le pregunté a mis compañeros de piso si sabían decirme películas o canciones que me pudieran gustar. Ana, de Eslovenia, era una apasionada de la música italiana y se convirtió en mi mejor amiga y mi mayor referencia y apoyo, incluso sin ser italiana. Aprendí muchísimo gracias a ella y todavía cantamos Parole, parole cada vez que nos vemos después de todos estos años. Empecé a escuchar a las viejas glorias como Lucio Battisti, la increíble Mina, Adriano Celentano y Paolo Conte, por mencionar solo algunos. Para mí, escuchar canciones italianas de verdad y ver películas sobre la mafia, o clásicos del neorrealismo con otros amigos del Erasmus fue la mejor manera de aprender el idioma.
Lección aprendida: el trabajo, ¡mejor en equipo! Deja que otros te ayuden, no seas tímido, pide ayuda cuando la necesitas y sé humilde para poder aprender de otros.
Ed: un inglés en Valladolid
Después de terminar la uni en Southampton, me propuse sacarme el TELF en Zamora, España. Encontré un trabajo bastante rápido en la antigua capital de España, Valladolid. No sabía nada sobre esta ciudad, aparte de su situación geográfica y que tenía un equipo de fútbol más bien mediocre. Cuando llegué, fui directamente empujado a la vida española. No tuve contacto con otras personas que hablaran inglés fuera del trabajo. Me pasaba los fines de semana escuchando conversaciones en las que solo participaba de forma pasiva y pensando maneras y estrategias para esquivar el novedoso sistema de saludarse que suponía para mí el dar dos besos a todo el mundo. Después de seis meses, empecé a familiarizarme con el idioma y con la cultura, participando en las conversaciones, haciendo payasadas para promover nuevas amistades y empecé a pensar solo dos veces antes de ejercer la esperada presión besucona sobre los mofletes femeninos.
Luego un amigo hizo una fiesta en su casa y vino un grupo de guiris de lo más variopinto. Esto fue como una especie de shock, pues yo pensaba que era el único extranjero del pueblo. Cuando les pregunté que qué carajo hacían allí me respondieron todos al unísono, “Erasmus, claro”. Me da vergüenza reconocerlo, pero en el momento no supe a qué se referían –Erasmus, por desgracia, no es muy conocido en Inglaterra– pero cuantas más anécdotas me contaban, más crecía mi envidia. Canalicé esta envidia a fuerza de imitarles. Aunque trabajaba a jornada completa, hice como si fuera Erasmus durante los siguientes doce meses. Me quedaba por ahí hasta tarde, me despertaba tarde, estudiaba español con algunos libros y en los bares, y me enredaba en discusiones sobre lo bueno que era estar vivo en ese sitio y en ese momento. En un momento dado todas esas conversaciones eran demasiado vacías y hedonistas, pero también fueron enormemente educativas e influenciadoras. Bueno, así es como debería de ser la juventud, ¿no?
Lección aprendida: hacer el viaje de completo desconocido a conocido familiar en un país nuevo te permitirá disfrutar de una mezcla de humildad y confianza.
Sarah: una brasileña en Londres
Erasmus no existe en Brasil, pero mucha gente participa en algún tipo de programa de intercambio –ya sea durante un año del instituto o en un viaje de mochileros donde se viaja y se trabaja a la vez–. Yo elegí ir a Londres a estudiar inglés y a trabajar a media jornada. Fue la primera vez que viajaba sola y también la primera vez que iba a Europa, así viví de primera mano todos los errores del viajero inexperto. No tenía ni idea de cómo funcionaba el metro de Londres, ni de cómo de lejos estaba la zona 4, pero aún así decidí ir donde vivía mi familia de acogida por mi cuenta y en transporte público.
La casa estaba en Wood Green, en el norte de Londres, una zona muy residencial. Salí del metro pensando que estaba a tan solo 5 minutos de mi destino. Craso error. De repente me encontré perdida en un mar de casas británicas, sin ninguna persona paseando a la que le pudiera preguntar o pedir direcciones, con una maleta de 30 kilos y a unos buenos 10 años de que los móviles tuvieran GPS. Según mi desesperación iba in crescendo, me topé con otro ser humano, y empecé a torturarlo con mi inglés neandertal. Después de unos 10 minutos en los que yo me esforzaba por comprender su duro acento del norte de Londres, le di pena y se ofreció a llevarme en coche a la casa. Aún a día de hoy sigo agradecida.
Lección aprendida: Better to ask the way than go astray. Mejor preguntar, ¡siempre! No te preocupes si te pones en ridículo cuando no estés seguro/a de lo que la gente habla. Así es como todos aprendemos idiomas.
Marion: una francesa en Berlín
Cuando me mudé a Berlín para hacer mi Erasmus, en seguida me di cuenta de que debería de haberme esforzado más a la hora de buscar una habitación. Como parte de la generación de L’auberge espagnole (Una casa de locos) , estaba convencida de que rápidamente conocería a 3 o 4 compañeros de piso eruditos y encantadores que me ofrecerían amparo en una casa en el barrio más cool de Berlín. Desgraciadamente, esto no es algo que suceda de manera automática, y casi todo el mundo había buscado alojamiento antes de llegar a la ciudad. En mi segundo día en la Hauptstadt (capital), me vi frente al ordenador revisando cada anuncio que había para compartir casa o alquilar una habitación. Mi acento francés me ayudó bastante y después de tan solo dos visitas dos chicos alemanes me ofrecieron mudarme con ellos a su precioso apartamento.
El año siguiente fue el mejor de mi vida, lleno de aventuras y descubrimientos pero también, a veces, de desengaños y desconsuelo. La frustración de no poder hablar de forma fluida y de no poder entender una conversación entera era a veces algo duro de sobrellevar. Mis compañeros de piso no hacían ningún esfuerzo en hablarme despacio o claro, afirmando que tenía que aprender: “Aber du musst lernen”, decían. Ambos eran de Thüringen, de la Alemania del este, y habían crecido juntos. Podemos hacer el cálculo: amigos de toda la vida (lenguaje secreto) + viniendo de un pueblo del este (acento regional muy fuerte) + compartiendo piso (bromas, alcohol, todo el mundo hablando a la vez) = demasiada confusión. Al principio me sentí muy perdida, pero perseveré, incluso si eso significaba tragarme mi orgullo algunas veces. Ahora hablo alemán fluido y no solo eso, ¡también Thüringisch! E incluso disfruto maliciosamente de decir algunas palabras en el argot de este pueblo en medio de una conversación con alemanes solo por el placer de escucharles decir: “¿Qué significa eso?”.
Lección aprendida: tómatelo con calma y no te desanimes cuando la cosa se ponga difícil y frustrante. Solo podrás dominar un idioma a base de practicarlo y de ser paciente. El orgullo que se consigue cuando te puedes expresar en un idioma extranjero –desde hacer una broma hasta meter un poco de slang en medio de una conversación– hace que cada pequeño esfuerzo valga la pena.
Extra
Kat: una alemana en Toronto
Cuando tenía 15 años, solicité una beca para formar parte de un intercambio con EE. UU. No me concedieron la beca, así que empecé a pensar en las diferentes posibles razones por las que esto había sucedido: a lo mejor es porque mis notas no eran perfectas, o porque en aquella época me consideraba un poco antisistema, o puede que fuera por el simple hecho de que otros estudiantes tenían la sonrisa más bonita. Sea lo que fuere, me lo tomé de forma personal. Ahora cuando miro atrás, me doy cuenta de que ese rechazo fue lo mejor que me pudo pasar. Decidí ir a Canadá por mi cuenta al terminar el instituto. Tuve que mandar aplicaciones de trabajo a empresas, hacerme con un contrato telefónico, encontrar un apartamento y tener que convertir tazas en gramos cuando quería hacer una tarta –todo esto sola y en otro idioma–. Fue duro, pero el hecho de tener que organizar todos los aspectos de mi vida en inglés sin tener a nadie que me ayudara me llevó a hablar inglés fluido y a crecer como persona.
Lección aprendida: no dejes que el hecho de que no estés estudiando en el extranjero te quite la diversión de estudiar en el extranjero. Que no te den una beca, o no tener plaza en esa ciudad Erasmus que tanto te apetecía conocer, o perderte cosas con 18 años no debería frenarte a la hora de irte a otro país en otro momento de la vida, siguiendo tu propia iniciativa. Es una de las mejores cosas que puedes hacer –para aprender un idioma pero también para evolucionar como persona–.